Día 53


Me encantaría que cualquier día de estos rasgaras la puerta de casa por fuera. Yo sabría que eres tú por ser un ruído demasiado cercano al suelo y al corazón al mismo tiempo, algo así como el sonido de la peonza contra el parqué. Te abriría al instante, te cogería en brazos hasta que nuestras pupilas estuvieran al mismo nivel del inexistente mar y te daría el mejor abrazo que se dar. Te olería a esa mezcla de colonia y tierra que proporcionaban las tardes en el Retiro. No te preguntaría nada y tampoco te dejaría hablar, sólo te abrazaría para que supieras que dentro de 20 años serás lo que ves delante tuyo, y que tampoco está nada mal. ¿O te esperabas otra cosa? Piensa que por lo menos yo te entiendo; por eso te grito a diario desde la ventana que ya está listo el arroz con tomate y los filetes de lomo; pero sé que te gusta frío y no me altero si no llegas corriendo al instante como hacen los demás. Te comprendo y por eso no te regaño por mentir, sé que es tu lenguaje. Te alejaría del mar, de las marisquerías del mercado y en las fiestas familiares, siempre habría cordero para todos. Resucitaría al abuelito para que te siguiera contando historias de las calles que ya nunca recorrerá, esas mismas que yo veo en blanco y negro cada vez que paseo por ellas.
Te dejaría viviendo en el pueblo unos años más, hasta que se te oscureciera el pelo y fueras lo suficientemente fuerte como para que nadie te enseñe la palabra escondite. Hoy me apetece reconciliarme contigo mirando fotos antiguas familiares. Cada vez me dueles menos, pequeña, pero hay momentos, como ahora, que te miro fijamente a los ojos y veo una neblina en tus pupilas que mi espejo, afortunadamente, se sabe de memoria.

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